Había nacido el 30 de diciembre de 1922 en el poblado de Encrucijada, de la antigua provincia de Las Villas, y era hija de dos emigrantes españoles residentes desde muy temprana edad en Cuba. El padre integraba la fuerza laboral del central azucarero Constancia, en cuyo caserío o batey vivían.
A fines del pasado año Cuba celebró agradecida y con amor el centenario de esta mujer humilde, generosa y valiente, combatiente descollante de la lucha clandestina en La Habana, Santiago de Cuba y en Oriente, en la Sierra Maestra, y en el exilio, donde buscó recursos de eapoyo a la guerra liberadora, en medio de un proceso interno encaminado a superar el dolor y la devastación causados por el salvaje y sin nombre sadismo de la dictadura.
Al morir era miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, condición ganada desde su fundación en octubre de 1965.
Integraba, además, el Consejo de Estado y presidía desde hacía poco más de 20 años la Casa de las Américas, importante institución cultural reconocida internacionalmente, a la cual había dedicado energías y esfuerzo, con el espíritu estoico inherente a ella, expresado en su manera de ser y que la llevaba a entregarse al deber con ahínco y pasión.
Pasó con su familia los primeros años de su vida junto a los padres y cuatro hermanos varones en el pobladito natal, donde solo pudo llegar hasta la enseñanza primera, aunque más adelante en La Habana comenzó estudios de Enfermería, inconclusos ante la perentoria necesidad de sustento.
Ya en la juventud se fue a vivir a la capital, en busca de nuevos horizontes, junto a su hermano menor Abel, con quien siempre hizo unas migas inseparables, forjadas con amor infinito y comunidad ideológica y política.
Ambos, ya militantes del Partido Ortodoxo e imbuidos por un profundo sentimiento patriótico y revolucionario, luego del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 que impuso a Fulgencio Batista en el poder, convirtieron su pequeño apartamento situado en 25 y O, en El Vedado, en centro de reuniones y corazón de las actividades de la emergente Generación del Centenario.
De aquella juventud cívica y valiente, que se manifestaba y luchaba en las calles, en las aulas universitarias y de la enseñanza media, en el campo e instituciones obreras, acompañados de una intelectualidad con exponentes de vanguardia y honrados, nacieron los que patentizaron su decisión de no dejar morir al Apóstol de la independencia, en el año de su centenario.
Así surgió la decisión de los asaltos a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, con el objetivo de encender el motor de los nuevos combates que debían preconizar sin falta el enfrentamiento frontal y armado como vía principal para la liberación definitiva, y no otra, que ellos se proponían.
Haydée y Abel estuvieron en el centro de los preparativos de esas acciones realizadas el 26 de julio de 1953. Ella, como la encargada del traslado del armamento y otras tareas organizativas y la pretendida ocupación del hospital Saturnino Lora.
Abel era el segundo jefe, empeño en el cual brilló junto a Fidel, hasta la hora de su captura, salvaje tortura y asesinato a mansalva, en el momento de los sucesos.
Fracasadas desde el punto de vista militar, las acciones de los revolucionarios dejaron enarboladas las banderas del comienzo de una nueva etapa de lucha a muerte contra la dictadura y contra los oprobios que Cuba y sus hijos padecieron desde la instauración de la República, en 1902. La carga que una vez pidió el poeta comunista Rubén Martínez Villena, como lo asumiera muchos años después el Líder de la Revolución.
La muerte espantosa dada a su hermano Abel, a su novio Boris Luis Santa Coloma y otros compañeros, masacrados tras su captura, devastó a Haydée, quien participó en el plan revolucionario junto a otra patriota descollante, la también heroína Melba Hernández Fernández del Rey.
Haydée y Melba fueron capturadas y condenadas a siete meses de prisión, cumplidos tras el juicio en Santiago de Cuba, en el Reclusorio Nacional de Mujeres, radicado en Guanajay, en las cercanías de La Habana.
Desde la prisión que guardaba en Isla de Pinos, Fidel encomendó a Haydée la tarea de transcripción, publicación y distribución al pueblo, del alegato de autodefensa que había logrado pronunciar en el juicio por los sucesos de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Hoy reconocido documento político de contundente denuncia, programático y repleto de verdades.
Este empeño al que se entregó con todas sus fuerzas la hizo renacer y salir de las tinieblas en que estaba sumida por los dolorosos golpes padecidos. Dicen quienes la vieron que parecía haber cobrado nuevamente el sentido de la vida. Y cumplió su deber llena de pasión y hasta de euforia.
Después de la liberación de todos, de la partida de Fidel a México junto a otros jóvenes, se mantuvo vinculada activamente a la lucha clandestina en La Habana y Santiago de Cuba, sabiendo que ya era conocida y fichada, y que por eso corría un gran peligro.
Llegado el momento ayudó a la célula del Movimiento 26 de Julio en Santiago, a preparar el plan de respaldo al desembarco de la expedición del Granma que se realizara en esa combativa urbe oriental, epicentro de la insurgencia nacional por entonces.
Con el Ejército Rebelde operando en las montañas de la Sierra Maestra, tras el 2 de diciembre de 1956, viajó en varias oportunidades a las comandancias recónditas establecidas por los guerrilleros al mando de Fidel.
Viabilizó la realización de entrevistas que dieron a conocer la sobrevivencia del Líder en la serranía cubana, y en el aporte de armas y vituallas. Era incansable, como Vilma Espín, Celia Sánchez y otras revolucionarias exponentes de la gran valía de la mujer cubana.
En 1958 marchó al exilio, en Estados Unidos, a impulsar la obtención de fondos para la lucha armada entre la emigración cubana, al tiempo que sumaba adeptos y colaboración de los buenos y patriotas. Allí permaneció hasta el triunfo de la Revolución.
A su regreso, trabajó un tiempo corto en tareas educacionales, hasta que en 1959 se le dio la responsabilidad de gestar y crear la Casa de las Américas, nucleadora de muchos intelectuales prominentes del mundo y jóvenes promesas de las letras y el mundo artístico, motivados por la increíble Revolución de los barbudos y el pueblo.
La labor de Haydée allí, en esa suerte de Casa espiritual inédita de América Latina, fue inolvidable, como todo lo tocado por el empeño sobrehumano, sensitivo, tierno e inteligente de esa guerrera con nombre de princesa.
De joven había sido gran lectora, en especial de la obra y el pensamiento de José Martí, y se consagró a crecer junto a la Casa, algo que logran las personas como ella cuando se lo proponen.
Fue un tiempo en el cual también colaboró de manera entrañable y muy cercana con el célebre Movimiento de la Nueva Trova Cubana.
De mirada seria y hasta escrutadora, muchas veces inquisidora, dicen que solía gastar bromas a sus amigos y su humanismo era gigante. A pesar de los quebrantos, Haydée vivió con fuerza en su tiempo, y en todos los tiempos.