Acompañado por el Mayor General Máximo Gómez y un puñado de valientes (generales, coroneles y capitanes), Martí desembarcó en Playita de Cajobabo, un rincón agreste de la costa sur de Guantánamo, para unirse a la Guerra Necesaria que él mismo había concebido desde el exilio. La imagen, casi poética en su dramatismo, resume el espíritu de una lucha: la tormenta como metáfora de la opresión colonial, la luna roja como presagio de sangre y esperanza.
Martí no llegaba solo. Traía consigo la lección aprendida del fracaso de la Guerra de los Diez Años: la unidad como antídoto contra el desastre. Tras sortear obstáculos como el frustrado plan de Fernandina, logró congregar a cubanos dentro y fuera de la isla, convencidos de que la independencia no era un sueño, sino una urgencia. En Playita de Cajobabo, rodeado de manglares y oleaje caribeño, comenzaba el último capítulo de su vida… y el primero en su paso permanente hacia la historia de Cuba.
El lugar fue testigo de un episodio casi clandestino. Salustiano Leyva, hijo del alcalde de barrio, sería años después el último guantanamero en recordar con nitidez aquella noche: hombres empapados, exhaustos tras la travesía, reorganizándose para adentrarse en la manigua en busca de los insurgentes. Martí, el intelectual convertido en soldado, cargaba consigo algo más que equipaje: la certeza de que esta vez, Cuba no fallaría.
La historia de Playita de Cajobabo no termina en 1895. El sitio, declarado Monumento Nacional en 2003, es un palimpsesto de piedra y simbolismo. El primer homenaje, en 1922, fueron dos bloques de cemento erigidos con la emoción del recuerdo reciente. Allí estuvo el coronel Marcos del Rosario, expedicionario sobreviviente, señalando el punto exacto del desembarco como quien traza un mapa para la posteridad.
Pero la memoria necesita raíces más profundas. Entre 1928 y 1929, masones locales construyeron el monumento actual: un bote de mármol anclado a un farallón, escoltado por sables (símbolo de los MAMBISES) y textos que narran la epopeya. Las sucesivas reformas (1947, 1986, 1995) no han sido simples restauraciones, sino actos de reafirmación patriótica. Incluso los sables, originalmente de acero, hoy son de bronce: el metal que resiste al tiempo, como el ideal que representan.
No es casual que Fidel Castro visitara el monumento en 1995, durante el centenario del desembarco. En ese gesto había un reconocimiento tácito, la Revolución cubana se veía a sí misma como heredera de aquella travesía nocturna. Playita de Cajobabo no es solo un sitio arqueológico de la patria; es un espejo donde Cuba sigue reflejando sus luchas.
Hoy, 130 años después, el lugar sigue desafiando al olvido. Martí, Gómez y aquellos expedicionarios quizá no imaginaron este final, pero ahí reside su grandeza, supieron que la independencia, como los farallones de Cajobabo, se construye con sacrificios que el mar no logra borrar.