"Formaba parte de un grupo de aspirantes a enfermeras que esperaban la decisión de aumentar las plazas para incorporarse a la escuela. Me encontraba en la casa de una tía a la que ayudaba con sus dos niños en Calle 2da entre Garzón y K.
“Esa mañana me levanté como de costumbre, sentí el ruido de disparos y pensé: ¿fuegos artificiales a esta hora? Me parecía raro pero seguí haciendo mis compras, luego salí hacia el hospital.
"Normalmente rodeaba el cuartel para subir por el Oncológico, otrora Emergencias del Saturnino Lora, pero doblé una esquina y me detuvieron diciéndome que no podía pasar. Les expliqué que era alumna y señalé mi bata blanca, aun así ordenaron que me retirara de allí.
"Persistí porque me interesaba entrar en la escuela, era la única carrera que ofrecía beca para quedarme en Santiago y enviar dinero a mi familia que vivía en la pobreza. Cuando llegué la gente estaba discutiendo sobre quiénes habían estado y mientras trabajaba escuché historias terribles de lo que sucedió esa noche.
"Amelia, una compañera metodista, declaró en el juicio que su religión le impedía mentir y que en la sala de oftalmología le ponían una venda a cualquiera en los ojos, lo acostaban y cuando venían los militares batistianos a hacer el registro, ajusticiaban lo mismo a pacientes o a quienes no lo eran. Aunque admiré su valentía, no la volvieron a llamar para testificar".
Manos que alivian
Le pregunto a la reconocida escritora santiaguera cómo se siente con lo que pudo hacer en los días posteriores por los moncadistas que estuvieron en el hospital. Me contestó que dio todo lo humanamente posible.
“Muchos se preguntaban por qué milagro se había repuesto Abelardo Crespo Arias de la bala en el pulmón. Es que trajeron dos médicos de La Habana, los únicos a quienes les permitían revisarlos, y ellos no mandaban nada.
“Da la casualidad que yo conocía a la familia del doctor Duarte, ellos tenían un hermano policía y yo aprovechaba a ese hombre: le pedía que me abriera la reja, llevaba en el bolsillo del uniforme la jeringuilla cargada del antibiótico tapada por el delantal y buscaba quien lo entretuviera mientras le inyectaba la estreptomicina.
“Abelardo se salvó porque lo hicieron pasar por novio de la hermana de un tal Pedro que había venido de visita. Ella llegaba al cuarto para mantener las apariencias y yo los acompañaba en ocasiones. Luego se lo llevaron para la Isla de Pinos.
“Años después él siguió viniendo, tomábamos café mientras mi hija estudiaba, y en sus últimos días le regalé el plegable con una poesía que le dediqué.
He vuelto a encontrarte
(Dedicado a un asaltante del Moncada)
Donde quiera que estés
hoy he vuelto a encontrarte;
no preciso el lugar
por ese torrente
que pierde mi memoria
y su mensaje
que nos vuelve tristes.
Tal vez fue allí
donde crecen las rosas.
Ya no está el Álamo
cansado de gorriones livianos
que comían el pan enfermo
y hacían nidos de algodón
en las cornisas,
ni aquel cuarto celado
donde te conocí
mi noche de turno.
Eras el dueño de todas las penas:
jadeante y febril;
confundido entre las sábanas
de sórdido color.
No es poca carga
un plomo en el pulmón
para quien anda lejos de casa.
Solo pude ofrecerte
una sonrisa y mis manos
colmadas de alivio;
estas mismas manos que con rabia
apretaban los barrotes
hasta quedarme con su corteza de orín.
Allá está la camilla
donde te vi el último día,
“El de toda aquella grandeza”.
Donde estaba el álamo hay una salvadera
que ha crecido como el tiempo,
y yo estoy aquí, añosa y feliz
bajo su sombra, escuchando a los gorriones
que hacen su música
y comen pan en todas las manos.
El efecto del Moncada
“A cada rato”, afirma Ana Belkis a mi pregunta de si era común escuchar en la ciudad disparos. “A veces los sentía cerca de la casa y era apagar las luces, cerrarlo todo y esperar; no se podía vivir en paz.
"Se hacían fiestas en casas de familia, la juventud bailaba, reía y al otro día escuchabas que mataron a Fulanito, con quien habías conversado horas atrás”.
Y la muerte no acechaba sólo al filo de una bala. Aún recuerda con dolor las condiciones en que hacía su trabajo en el hospital Saturnino Lora.
"Se hervían las jeringuillas de cristal en una hornilla que frecuentemente se rompía, más tarde veías temblar a los pacientes por los gérmenes contraídos. Yo trabajaba en la sala Bacardí donde había tétanos, difteria, tuberculosis, tos ferina, todas las enfermedades juntas. Los pacientes estaban en las camas, en el piso... el ser humano no existía, eran como bestias.
“Cuando me gradué de enfermera no tenía dónde vivir, entonces fui a una casa de huéspedes a solicitar alojamiento y como pago realizar la labores domésticas en tanto comenzara a trabajar, y así me aceptó María Font Bernard, una buena persona que tenía a sus dos hijos comprometidos con el Movimiento 26 de Julio.
“Venía gente de otras provincias y hacían estancia para después subir a la Sierra Maestra, con ellos enviábamos pinzas y otro material médico. Muchas noches avisaban que iba a haber registro y me mandaban vestida de enfermera a trasladarlos o advertirles. A mí también me informaron en una ocasión que me escondiera y así estuve tres meses. Por suerte no pasó nada.
"En esa casa había una emisora clandestina y un día la señora María me pidió que bajara rápido y me acostara en la cama. Al rato entraron los guardias pateando la puerta, registrando y yo les dije: 'qué pasó, esperen, déjenme vestirme', entonces se fueron. Y debajo de la cama estaban los equipos de la emisora. Trabajamos duro y así era en toda la ciudad".
Ana Belkis aún tiene mucha historia que contar y aunque la modestia mantuvo sus labios cerrados todos estos años, tal vez fue la conciencia de que el tiempo no espera y lo que no se cuenta se pierde en el olvido, lo que la impulsó a confiarme este relato.