En ese sentido, Isabel Boizán Barrientos -que junto a su familia se movilizó en torno a la causa-, relató «que, aunque era carnaval, la fiesta estaba mutilada por la tiranía recién instaurada; en cuanto escuchamos la noticia por la CMKC, mi hermana Zaida y yo fuimos a avisarle a papá, un ortodoxo convencido que, cuando supo que era Fidel el jefe, saltó del andamio en el que estaba, puesto que trabajaba para el gallego Rodríguez, y gritó: ¡ese es el hombre que puede salvar a Cuba y hay que ayudarlo!».
Horas antes, 135 combatientes ya uniformados cual soldados del Ejército, precisaban el plan de ataque. Raúl Gómez García leyó sus versos «Ya estamos en combate» y Fidel, el líder indiscutible, sentenció: «El pueblo nos respaldará en Oriente y en toda la isla. ¡Jóvenes del Centenario del Apóstol! Como en el 68 y en el 95, aquí en Oriente damos el primer grito de ¡Libertado o muerte!».
Solo cuatro dieron el paso atrás, los otros salieron poco después de las 4:00 a.m. en los autos hacia el cuartel más importante que el tirano tenía fuera de la capital.
«Mañana de julio pintada de rosa»
Jesús Orta Ruiz, el indio Naborí, supo dar una connotación todavía más sublime de aquella mañana de la Santa Ana mediante inmortales versos: «Santiago el Apóstol, marchito, dormía / como derribado por la algarabía / de conga y charanga, locura y alcohol (…) / la Patria en tinieblas vio sus rumbos claros / a la luz precisa de urgentes disparos».
Era domingo, las calles de Santiago tenían a las gentes fiesteras; las casas, al resto de las familias y pululaban las numerosas versiones de los hechos. Marta, la excelsa periodista, supo que iban desde aquellos que aseguraban que «se trataba de una lucha entre soldados, ya que algunos vecinos del cuartel vieron que todos los contendientes estaban vestidos de caqui amarillo. Pensaron que era una "bronca" entre Batista y el también general Pedraza, enemistados».
Los comercios estaban cerrados, el transporte urbano suspendió sus actividades al filo de las 12 del día y todos los vehículos que entraban o salían de la urbe eran registrados de manera meticulosa por el Servicio de Inteligencia Militar, el SIM, y efectivos de la Guardia Rural.
Rojas reflejó que el tiroteo, «que al principio se sentía intenso e ininterrumpido, luego se mantendría en forma esporádica hasta pasada las diez de la mañana, aproximadamente, en que cesó. A partir de ese momento las descargas eran aisladas pero provenían del mismo lugar: del Moncada.
«A esa hora la población comenzó a invadir los lugares públicos, dirigiéndose al centro de la ciudad en busca de información. Empezaron a salir patrullas militares y se efectuaron numerosas detenciones entre los dirigentes de los partidos políticos de oposición y antiguos funcionarios del depuesto gobierno constitucional de Carlos Prío Socarrás».
Tras ordenar la retirada del Palacio de Justicia, Raúl Castro se dirigió hasta la casa de la doctora Ana Rosa Sánchez, propietaria de una farmacia y muy amiga de su familia; le manifestó todo sobre el baño de sangre que el ejército estaba ejecutando como venganza en medio de los carnavales, le solicita que lo trasladen hacia la zona de San Vicente, donde no iba a resultar sospechoso por la lejanía de la ciudad. Rosa lo condujo hasta la morada de su cuñada, Gloria Quesada, en la calle Madre Vieja.
De acuerdo con testimonies de los vecinos y empleados del Hospital Civil, los esbirros de la tiranía detuvieron a un grupo de asaltantes, de ahí que la periodista del Moncada intuyó que «los primeros combatientes asesinados, sin duda, fueron los del Hospital Civil, detenidos con Abel Santamaría.
«Los vecinos del hospital vieron cuando a media mañana la soldadesca inició la "operación limpieza" en las zonas colindantes del Moncada y sacaron del Hospital Civil a un grupo masivo de prisioneros. Eran veintiún combatientes, incluyendo al doctor Mario Muñoz Monroy, y a dos mujeres. Melba Hernández y Haydeé Santamaría. De ese grupo de detenidos solo salvaron la vida las dos mujeres; y el joven Ramón Paz Ferro, acogido por un veterano de la independencia que dijo a los guardias que era su nieto», reseñó Marta Rojas.
El cuerpo ultrajado de Mario Muñoz cayó por la calle interior, en la presencia de Melba y Haydeé, y apareció en la cuenta junto a los restos de otros compañeros.
Fue un despertar sangriento, permeado de horror.
Alicia Castillo Ramírez, cobradora de un ómnibus que en ese horario circulaba cerca de la Fortaleza fue herida de bala y falleció. Otros civiles resultaron víctimas tanto en el Reparto Sueño como en otros de la ciudad.
El joven de 18 años, Pedro Ángel López, recibió un balazo en la region axillar izquierda que le atravesó el pulmón; la nina de 10 a;os
Migdalia Toledano, fue herida de bala en la pierna izquierda. José Casamayor Caballero, de 48 anos, murió a consecuencia de las heridas de bala que sufriera en San Miguel # 201.
Posteriormente, ante el tribunal que lo juzgaba, Fidel Castro denúnció: «No se mató durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa, los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron un instante como instrumento de exterminio manejados por artesanos perfectos del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales de carniceros».
En resumidas cuentas, Batista ordenó que por cada muerto de su ejército, asesinaran a diez revolucionarios, alcanzando la cifra de otros 55 mártires.
«Eran soles previos que con su alborada /
rasgaron las nieblas del cuartel Moncada»
Quiso la justicia histórica que en la casa de Senén Carabia Carey -fotógrafo del cuartel y delator de Abel Samantaría-, se constituyera en septiembre de 1960 el primer Comité de Defensa de la Revolución de la Ciudad Héroe. Es que la familia Boizán Barrientos, que entregó a varios de sus hijos como guerrilleros a la Columna 19 José Tey del II Frente Oriental Frank País, protagonizó ese acto junto a los vecinos que tenían bien frescos los recuerdos horrorosos del 26 de julio de 1953: el nombre escogido fue José Antonio Boizán Barrientos, caído el 26 de junio de 1958 en Moa en medio de una Operación Antiaérea comandada por Raúl Castro.
Isabel, que a sus 84 años recuerda con lujo de detalles la historia de la Revolución reiniciada aquel día, todavía es movida por las profundas convicciones de su padre Antonio Feliciano, quien en 1933 renunció a ser soldado del Ejército del tirano Machado y salvó a Antonio Guiteras cuando recibió la orden, en el propio Moncada, de ultimarlo.
Antonio se integró al Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) «y asumió los ideales de la Generación del Centenario; como santiaguero se opuso al Golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, y en medio de la tensión con que amanecimos ese 26 de julio, él no se amedrentó, ensilló a su caballo Macusey para ir hasta Juraguá, atravesar la finca de los Noguéf y buscar a Fidel en la Gran Piedra o en Ocaña», recuerda la octogenaria combatiente.
En su andar Antonio Feliciano divisó a unos casquitos que «debajo de un algarrobo tenían a un grupo de asaltantes asesinados; los guardias le dijeron: paisano acérquese, hay mucha gente mala por allá; a lo que replicó mi padre: solo Concha, mi señora, que a veces tiene un poco de catarro. Ellos, de manera burlesca le respondieron que se referían a esos asesinos que vinieron a asaltar el Moncada. Mi padre, vio entre los cadáveres cómo se movía el brazo izquierdo de uno de ellos, por lo que la matanza había sido reciente; lo síntomas de tortura, incluso de violación, eran evidentes».
Ese día, describió Isabel, «muy cerca de la escuelita donde estudiábamos, encontramos cascos de bala y un pañuelo teñido de sangre, que tal vez perteneció a algún moncadista o a su ejecutor; a esa edad juvenil decidimos todos iniciar el combate, un combate en el que seguimos y es de Patrio o Muerte ¡Venceremos!».
Cuando los mambises entraron a Santiago, el 1 de enero de 1959, Isabel, Rosa y Niubis divisaron al escurridizo Nicolás Hechavarría, «quien había acribillado, en la Cueva del Muerto, al moncadista Marcos Martí; enseguida lo apresamos y trasladamos en un jeep hasta el cuartel Moncada para ser juzgado».
Y así transcurrió aquella mañana de la Santa Ana, cuando «la sangre vertida no fue sangre vana /… ¡Qué ciegas estaban las manos de aquel / que arrancó los ojos, los ojos de ensueño / los ojos de Abel! / ¡Los ojos de Abel! / que ahora son estrellas de un cielo risueño / y alumbran el paso triunfal de Fidel!».