Santiago de Cuba,

La Cuba de Fidel Castro

04 December 2023 Escrito por 
El Comandante en Jefe de la Revolución tiene en el pueblo cubano su importa, el descanso eterno y un singular mensaje a la nación y el mundo

En la ruta de Fidel está Santiago, la ciudad que lo acompañó «en los días más difíciles», en la que todos los cubanos, de ayer y de hoy, «tuvimos nuestro Moncada, nuestro 30 de Noviembre, nuestro Primero de Enero». No es en Santa Ifigenia, -donde está, para siempre, cerca del Maestro, del Padre y de la Madre de la Patria-; tampoco en el balcón del Ayuntamiento o en el Moncada, la Granjita Siboney o el antiguo Colegio Dolores. Él está en el pueblo fiel que defiende su obra.

En la ruta de Fidel está, lógicamente, Cuba, que lo contempla orgullosa; están los niños y las escuelas, las mujeres y los hospitales, los hombres y las cientos de miles de obras
que, a pesar de las adversidades, permanecen, por un lado, y se edifican, por otro. Él está en la nación y nacionalidad cubanas.

En la ruta de Fidel están América Latina y el mundo; en tanto fue el internacionalista por antonomasia y amigo y hermano de pueblos enteros y de sus causas independentistas.
No ha habido otro que entienda con tanto fervor la máxima martiana de que «Patria es Humanidad».

«Pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos»

Antes del 25 de noviembre de 2016 hay que remitirse a la clausura del VII Congreso de nuestro Partido: el 19 de abril Fidel anunciaba, en tono profético, que a las puertas de sus
90 años, nunca «fruto de un esfuerzo; fue capricho del azar», sería, muy pronto «como todos los demás» y que eso no era impedimento: «pero quedarán las ideas de los
comunistas cubanos», dijo con claridad meridiana.

La Revolución se fundamenta en dos cuestiones: el pueblo y el Partido Comunista. Sin el uno no existiría el otro; cubanos de todas las razas, sexos y profesiones integran las filas
del «digno heredero de la confianza depositada por el pueblo en su líder».

Cuando conocimos del deceso del Líder nos quedamos atónitos, calles vacías, un ambiente luctuoso pero lleno de agradecidos. La noche del 25 de noviembre de 2016 y las sucesivas jornadas fueron de una singular combinación de tristeza y de satisfacción por aquel que había cumplido el deber, y los martianos versos resonaron: «Cuando se muere/ en brazos de la patria agradecida. / La muerte acaba, la prisión se rompe; ¡empieza, al fin, con el morir la vida!».

La reedición de la Caravana de la Victoria, pero en sentido inverso, y el hecho de que millones suscribiéramos nuestro apego al Concepto de Revolución, demostraron la inmutabilidad de lo que hasta los enemigos reconocieron: «la mayoría de los cubanos apoyan a Castro».

Mi abuela Mirtha no dejaba de llorar, las palabras del General de Ejército Raúl Castro derrumbaron su existir momentáneamente; sin embargo, pasados unos minutos nos dijo: «esto es como Alegría de Pío, y aquí no se rinde nadie». Su agradecimiento a Fidel venía desde que los rebeldes entraron a su pueblo el 8 de diciembre de 1958, tras las amenazas del teniente Camps, un esbirro de la tiranía que amenazó con incendiar el pueblo de San Luis, y se consolidó cuando contrajo nupcias con mi abuelo Manuel, hermano de Nito Ortega, mártir palmero del Moncada.

En el año 1964 mi abuela Mirtha supo que Fidel había dormido en la casa de su suegra Aminta Ortega en abril del 1953. El hijo de esta, Oscar Alberto –Nito-, le había advertido «mamá, vaya para la casa que le voy a presentar al hombre más grande de Cuba».

En el 1965 mi abuela dio a luz a su primera hija. La pequeña sufrió de una lesión irreversible en el cerebro que limitó su esperanza de vida; Fidel encargó a Celia Sánchez la atención pormenorizada a la familia. El gobierno revolucionario costeó el tratamiento, los numerosos viajes a La Habana y los recursos materiales, incluso gestionó que fuera remitida a un centro especializado en enfermedades cerebrovasculares en la entonces República Democrática Alemana, que no se consolidó dada la condición de la niña que, milagrosamente, vivió hasta los 12 años.

«La hija de la hija de un chofer de alquiler nunca hubiera tenido tan especiales atenciones», repetía mi abuela, no sin antes cultivar en su descendencia el amor por la Revolución y el compromiso con Fidel, que siempre preconizó el «ser tratados y tratar a los demás como seres humanos».

«Al fin hemos llegado a Santiago»

Júbilo y ovaciones desbordaban la ciudad el 1 de enero de 1959: los rebeldes habían entrado a Santiago de Cuba. Fidel, ante la muchedumbre, reflexionó «duro y largo ha sido el camino, pero hemos llegado», a la vez que advirtió el principio que dictó, y dicta, la realidad cubana: «La Revolución empieza ahora, la Revolución no será una tarea fácil, la Revolución será una empresa dura y llena de peligros».

Con Fidel llegó «la hora de que al fin ustedes, nuestro pueblo, nuestro pueblo bueno y noble, nuestro pueblo que es todo entusiasmo y fe; nuestro pueblo que quiere de gratis, que confía de gratis, que premia a los hombres con cariño más allá de todo merecimiento, tendrá lo que necesita».

Con Fidel llegó la libertad anhelada que anunció desde el ayuntamiento santiaguero cuando, en octubre de 1991, Santiago de Cuba fue la sede del IV Congreso del Partido, con el propósito de salvar la Patria, la Revolución y el Socialismo. La convicción del Comandante, asumida por el pueblo, no podía ser otra que entender que «los problemas de nuestro país, como lo fue siempre a lo largo de la historia, solo los puede resolver nuestro país; los problemas de nuestro país solo los puede resolver la Revolución, por difíciles que sean».

¿Qué nos legó Fidel?, le pregunté a mi prima Gisela, «su ejemplo, porque él murió como vivió» replicó enardecida y con lágrimas en sus ojos, «es por eso que no necesita estatuas de mármol o de bronce; su talla moral nos convence», sentenció esa fidelista probada. Es menester acotar que, como dijo Raúl, «la autoridad de Fidel y su relación entrañable con el pueblo fueron determinantes para la heroica resistencia del país en los dramáticos años del período especial».

De manera que el hombre que defendía los valores en los que creía «al precio de cualquier sacrificio», fue consecuente con ellos hasta el final de sus días y, también, para
la posteridad.

Esa noche del 4 de diciembre de 2016 la recuerdo nítidamente: el pueblo de Santiago de Cuba en la Plaza de la Revolución Antonio Maceo Grajales; Raúl, admirado por «la impresionante reacción de los niños y jóvenes cubanos, que reafirman sus disposición a ser fieles continuadores de los ideales del líder de la Revolución».

Nos recordó: «El líder de la Revolución rechazaba cualquier manifestación de culto a la personalidad y fue consecuente con esa actitud hasta las últimas horas de vida, insistiendo en que, una vez fallecido, su nombre y su figura nunca fueran utilizados para denominar instituciones, plazas, parques, avenidas, calles u otros sitios públicos, ni erigidos en su memoria monumentos, bustos, estatuas y otras formas similares de tributo».

Para Cuba y los cubanos, el tenerlo en el alma de la nación es vital. Para Fidel, todos los días de su vida, el actuar con modestia, sinceridad y «con profunda emoción» le hizo ser un servidor leal a la Patria y al mundo.

Indicó, en abril de 2016, que «a nuestros hermanos de América Latina y del mundo debemos trasmitirles que el pueblo cubano vencerá», obviamente con la Revolución que nos convoca a «luchar por nuestros sueños de justicia para Cuba y para el mundo».

Aquella noche de diciembre nos determinamos, como en el Moncada, en el Granma, en la lucha guerrillera, y luego del triunfo, a resistir y vencer, porque «la permanente enseñanza de Fidel es que sí se puede, que el hombre es capaz de sobreponerse a las más duras condiciones si no desfallece su voluntad de vencer, hace una evaluación correcta de cada situación y no renuncia a sus justos y nobles principios».

Fidel, que es lo mismo que su pensamiento, no puede morir; si Cuba hubiera dejado morir a su Apóstol en el año de su Centenario, la Revolución no se hubiera gestado y mucho menos triunfado. En el séptimo aniversario de su partida física, continuamos luchando con la «convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas».

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Luis Alberto Portuondo Ortega

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