Ni ¡Auxiliooo! ni ¡ay ay ayyyyy! ni ¡que alguien me ayudeeeeee! …Entonces pensó en saltar, aferrar las manos al borde de la abertura, olvidarse de la inflamación en el pie, hacer una barra o cualquier cosa, y emerger a la calle… pero la posibilidad de que en ese preciso instante, por una casualidad maldita un carro pasara por encima del hueco le aterro. Fue la noche más larga del mundo en su trampa subterránea.
El amanecer sí escuchó a Juan Dimé. Lo izaron con una soga y enviaron de urgencia al hospital; tenía múltiples remellones y contusiones, y un esguince en el pie derecho. Pudo ser mucho peor.
Esto sucedió hace algunos años, pero parece que fue ayer porque U. Perez estuvo no hace mucho, 21 días con un yeso y tres meses en rehabilitación luego de caer, casi medio cuerpo dentro, en un tragante sin tapa en el mismo centro de la ciudad de Santiago de Cuba. Ni en ambos casos ni en ninguno de otros ocurridos apareció un responsable, alguien que asumiera gastos en transportación o medicinas, fisioterapia, que al menos se disculpara; nada.
¿Y qué hace esa gente que no ve en la calle con lo mala que está? Podría preguntar alguien. Bueno, podría respondérsele, como cualquier persona están trabajando, paseando, noviando, luchando, viviendo.
Las personas con discapacidad visual -ciegas unas, con baja visión otras- figuran entre las más vulnerables a caídas, golpes y otras tragedias en un medio diseñado, construido y manejado por y para videntes con escasa o ninguna cultura acerca de la discapacidad.
“Hay muchas situaciones peligrosas”, dice Maury Hernández Correoso persona ciega también víctima con secuelas de un accidente, notable luchador por los derechos de las personas con discapacidad. En varias calles del Centro Histórico de Santiago de Cuba (Trocha, Aguilera, Heredia, Enramadas y Santo Tomás) existen decenas y decenas, un ceremil de tramos difíciles y hasta riesgosos para la integridad física de las personas con discapacidad visual, y para otras tantas.
Así revela la investigación promovida por M. Hernández y realizada por estudiantes de la Facultad de Construcción de la Universidad de Oriente a fines de la década pasada, y que debiera tener un mejor destino que el disco duro de una PC por constituir una valiosa herramienta para la transformación de un entorno a ratos hostil.
En verdad, por las cuatro esquinas de la ciudad se tropieza uno con situaciones riesgosas: tragantes sin tapa, huecos profundos de meses o recién nacidos, motos posadas en la acera, rejas abiertas, fogones de leñas sin custodia, arbustos de espinas ansiosas bloqueando el paso, escaleras estiradas y escaleras enroscadas, superficies resbaladizas, montones de basura en aceras, esquinas y cunetas; perros guaposos y trocitos de perros… un ceremil, amenazas públicas para quienes no ven o ven poco; y para ancianos, limitados físicos-motores, noctámbulos, tragueados…
Valga que el santiaguero, para ayudar al necesitado en la calle, especialmente a la persona ciega, se pinta solo. La inseguridad y el peligro potenciales; sin embargo, persisten porque persisten las angustias económicas, la indisciplina social y la impunidad, conviviendo con una cultura que tira para soltarse de formas de pensar y hacer que no han tenido en cuenta las singularidades de la discapacidad, la diferencia.
La batalla cultural es larga y difícil, se me ocurre decirle a M. Hernández, este santiaguero septuagenario de ojos apagados y espíritu inapagable, líder del proyecto Homero, que durante la pasada década luchó contra viento y marea, por supuesto, por inclinar la atención y animar su acción de autoridades e instituciones locales hacia la transformación de un entorno de riesgo para las personas con discapacidad visual y demás. Y Homero anduvo, hasta que la Covid y otros demonios le tendieron una zancadilla letal.
Ahora, sin embargo, asoma una oportunidad, nacida con la voluntad gubernamental de priorizar la atención a las vulnerabilidades humanas. Es la hora, digo yo, aun con nuestros graneados recursos de ejecutar un programita maduro, incesante y sostenible de supresión de las más peligrosas barreras citadinas, a saber, tragantes sin tapa, huecos y desniveles prominentes, superficies resbaladizas… ¡Ah! Y trasplantar tantas señales de tránsito, y hasta postes eléctricos, del medio de las aceras. Para empezar está bueno, y no costaría mucho, digo yo.
El tema de la peligrosidad vial para las personas con discapacidad visual, y otras da más si tanteamos la indisciplina social, la chapucería y voluntarismo constructivo, y su impunidad, por ejemplo; pero por ahora basta. Me voy, con mucho cuidado porque sería aterrador hundirme hasta las rodillas por tercera vez en un hueco empozado de miasmas, así como si nada en sendas concurridas, conocidas "confiables". Suerte que en ninguna de esas ocasiones me fracturé una pierna.
Toco madera. Sí, porque la calle está mala… y las aceras también.