Es imposible hablar de esta noble mujer, tal vez arquetipo de las madres de su época, sin evocar el papel preponderante que tuvo en la vida del Maestro, al contribuir a la formación de muchas de sus virtudes morales, además de prodigarle el amor inmenso que tantas veces medió para atenuar la severidad paterna, más allá de la suya propia.
Fue sencillamente una madre, con toda responsabilidad y sentimientos, la que fundó una familia con el valenciano Don Mariano Martí Navarro y se dedicó a cuidar con verdadero tesón y a proteger con uñas y dientes a la prole numerosa que procrearon, perseguidos en todo momento por penurias económicas.
Los cubanos la recuerdan con cariño, entendiendo en esencia sus razones como las comprendió la grandeza de su hijo, siempre amoroso y justo.
Había nacido bajo el largo apelativo de Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez Cabrera el 17 de diciembre de 1828, en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, en el seno de una familia de posición desahogada, aunque no rica.
No obstante, se afirma que casi era iletrada, escribía con faltas de ortografía, pero exponía sus ideas con claridad e inteligencia.
Pasó su niñez y adolescencia en Canarias, y en su juventud, hermosa y alegre, viajó con su familia a La Habana en busca de mejores condiciones de vida.
Tenía ya un firme carácter, formado en la laboriosidad y honradez, en la consagración a la vida familiar.
En febrero de 1852 contrajo matrimonio con Don Mariano, quien prestaba servicios con modesta remuneración en el ejército español, e inmediatamente fueron a vivir en la planta alta de un modesto edificio situado en la calle de Paula no. 41, hoy la dirección conocida como Leonor Pérez 314, donde radica el Museo Casa Natal de José Martí.
Allí nació su primer vástago y único varón, José Julián, a quien Doña Leonor siempre llamó Pepe. El matrimonio tendría siete niñas sus hermanas: Leonor, Mariana Matilde (Ana), María del Carmen (la Valenciana), María del Pilar, Rita Amelia (Amelia), Antonia Bruna y Dolores Eustaquia (Lolita). De ellos solo estaba viva a la hora del deceso de Leonor, Amelia.
En la calle Paula vivieron hasta que Pepe tuvo unos tres años, ya que debido a sus escasos recursos residieron en diversos lugares de la urbe.
Leonor siempre se aseguró de que fuera a la escuela y puso rodilla en tierra por él, aun cuando el inquieto adolescente lleno de fervor patriótico y pensamiento revolucionario empezara a escribir y a protagonizar acciones contrarias al dominio colonial.
Sin entenderlo y recriminándolo, no dejó que Don Mariano afectara la continuidad de sus estudios en la escuela del maestro Rafael María de Mendive, de influencia perniciosa según el padre, y salía a las calles a proteger la vida del jovencito, como hizo la noche terrible de los sucesos del Teatro Villanueva, cuando lo creyó en riesgo mortal.
El drama en verso Abdala, obra literaria iniciática de José Martí, publicada en su adolescencia, tiene que ver mucho con la Patria como madre del héroe, y también como metáfora de la relación que al respecto nacía entre Leonor y su hijo, llena de amor filial y de dicotomías existenciales y políticas.
Poco después, esa dolorosa manera de relacionarse fue plasmada por el joven cuando le escribiera desde el Presidio Político: “Mírame madre, y por tu amor no llores, si esclavo de mi edad y mis doctrinas, tu mártir corazón llené de espinas, piensa que nacen entre espinas flores”.
En cuanto al hijo del alma de Doña Leonor, después de la barbarie de la cárcel, vino la conmutación de la pena, el viaje obligado al exilio en territorio español, donde logra graduarse de una carrera de Humanidades, luego viajó a México y en 1874 la familia logró reunirse con él en ese país.
Es cierto que durante toda su vida Leonor y su amado hijo vivieron una relación de lacerante sufrimiento, de distanciamiento físico, de incomprensiones y reclamos por parte de ella, pero de un amor profundo.
Cuando su familia retornó a Cuba desde México en 1877, la comunicación epistolar volvió a retomarse con las características de aquel tiempo. Y en momentos cruciales El Maestro patentizaba con más fuerza los afectos que siempre llevaba consigo.
La carta enviada a su madre el 25 de marzo de 1895 desde Montecristi, casi a punto de sumarse a la Guerra Necesaria, simboliza entre otras cosas cuán fuerte era el sentimiento hacia su progenitora y habla de quién era ella, a quien agradecía haberle dado una vida que ama el sacrificio y la entrega. En fin, los cimientos de su formación.
Nada mejor que esa misiva existe para imaginarnos cómo era el alma entera de Leonor Pérez.