Era un texto inaudito que se impondría más adelante, por la fuerza, al contenido de la primera Constitución de la República de Cuba, elaborada por la Asamblea Constituyente en ese mismo año, integrada por no pocos patriotas opuestos al engendro.
Situándonos en aquel sombrío 25 de febrero, con la mentada aprobación el Comité de Asuntos Cubanos del Senado estadounidense colocaba oficialmente dentro de su legislación, sin derecho alguno, una propuesta elaborada por el senador Orville Platt, quien le dio nombre.
Algo que en la praxis haría inamovible su validez por un tiempo muy largo, una fea costumbre que han venido utilizando desde entonces en ese país los autores de perversos e inhumanos engendros contra pueblos menos poderosos, aunque heroicos.
En cuanto a la Enmienda Platt, el 2 de marzo siguiente fue aprobada por la Cámara, y remitida al presidente William McKinley, quien la sancionó un día después.
Los principios del instrumento creado fueron dados a conocer en la llamada Carta de Elihu Root, secretario de Guerra de Estados Unidos, al entonces gobernador de Cuba, el general de ese país Leonard Wood, quien usurpaba el poder, escamoteado a los cubanos al intervenir e invadir la Isla, en los finales de la Guerra de Independencia de los mambises contra España (1898).
Cuentan que Wood escogió como escenario para comunicar a los delegados de la Asamblea Constituyente cubana el asunto de la Enmienda convertida en Ley de su país, una cacería en la Ciénaga de Zapata a la que había invitado “gentilmente” a algunos, los encargados del punto de las relaciones de la nueva república por nacer, con su vecino norteño.
Ahí supieron también que era un fallo inapelable. O aceptábamos eso -desde mi época me siento parte-, o Estados Unidos seguiría ocupando militarmente a Cuba.
El documento presentado ante los patriotas cubanos puntualizaba de manera inequívoca que el gobierno de la República de Cuba no podría establecer nunca un tratado o convenio con potencias extranjeras -que no fuera EE.UU., claro- que comprometiera su independencia. ¿De cuál independencia hablaban a esas alturas?, no sabemos.
Fueron igualmente puntillosos al precisar que los cubanos no podrían permitir que su suelo sirviera de base de operaciones de guerra contra el ejército de Estados Unidos, autoproclamado como salvadores de la independencia de la Isla antillana, una manipulación atroz de la historia, pues la libertad estaba a punto de lograrse a costa de sacrificios y años de lucha de hijos de esta tierra.
Asimismo les anunciaba que pronto iba a ocurrir la regularización de las relaciones entre su gran nación, por medio de un Tratado de Reciprocidad, que beneficiaría al comercio y el saneamiento del pobre país de indigentes, insalubre y plagado de enfermedades que era Cuba.
Con ello, esgrimían, también estaban cumpliendo dictámenes de la Resolución Conjunta aprobada el 20 de abril de 1898, en el Tratado de París, llamada Para el reconocimiento de la independencia del pueblo cubano.
En aquella fecha se exigió al gobierno de España el abandono total de su autoridad sobre Cuba y se daba carta abierta al de Estados Unidos para usar sus fuerzas militares de mar y tierra a fin de “poner el orden” en esta nación de desafueros. “Qué humanitarios y democráticos somos”, decían al mundo como hoy, ocultando la rapacidad de la Doctrina Monroe.
La humillación fue más sádica cuando impusieron debía estar presente como apéndice u ordenanza del texto de la Constitución de la Cuba Libre que tanto había soñado sus mejores hijos.
Por supuesto que hubo delegados asambleístas y cubanos dignos que se opusieron públicamente y lucharon dentro del órgano creado contra tan ultrajante imposición. Incluso hubo masivas movilizaciones populares opuestas a ello y a la intervención estadounidense.
Éramos por entonces un país recién salido de una guerra y una reconcentración de habitantes que mató a miles y lo empobreció más, y sin embargo hubo coraje para defender la dignidad de la Patria que los criollos querían que naciera.
Los mambises Manuel Sanguily y Salvador Cisneros Betancourt, y el destacado periodista y revolucionario Juan Gualberto Gómez, hombre de confianza de José Martí durante los preparativos de la Guerra Necesaria en Cuba, estuvieron entre los que no se resignaban a la imposición. Una representación de los asambleístas viajó a Estados Unidos para expresar el desacuerdo resuelto de los genuinos patriotas cubanos. Pero fue en vano.
El gobierno de Estados Unidos estaba empeñado en darle el acabado a su favor a lo que fue el lanzamiento mundial de su política intervencionista: la llamada guerra hispano-americana, que muy pocas veces se recuerda como lo que fue: la guerra cubano-hispano-americana.
A partir de ese momento nacía la expansión de un imperio que hoy el planeta conoce bastante bien, a pesar de lo manipuladores y engañabobos que se han vuelto, y el poderío que emplean en ello, tecnología sofisticada y alucinante de por medio.
Desde su primer artículo la Enmienda Platt cercenó la soberanía de Cuba, al prohibirle interactuar con el mundo sin su sacrosanta aprobación, la subordinó a la invasión voraz de su capital, haciendo de Cuba un reino de entidades saqueadoras yanquis y haciéndola monoproductora, latifundista y deforestándola aún más.
Uno de sus apartados más terribles, cuyas consecuencias todavía padecemos a pesar de su total ilegitimidad moral y jurídica, es el séptimo, que estipula el derecho de Estados Unidos a establecer bases navales en nuestro territorio. La de Guantánamo, en territorio usurpado por la fuerza, está clavada en la lista de nuestras razones de lucha y reclamos, todavía.
La Enmienda Platt fue abolida o eliminada en 1934, en parte por las consecuencias de la organización de un fuerte movimiento popular que había derribado un año antes a la sangrienta dictadura del entreguista dictador Gerardo Machado. Y también porque ya la potencia tenía bien estructurada y organizada la política de robo y control de la economía cubana, gracias al engendro.
Pero la lección que nos dio jamás ha sido olvidada por los cubanos de veras. Que lo digan los invasores, si no.