Y la vida, tan impredecible como es que te cambia los planes sin preguntar, me dio la oportunidad de retribuir todo ese amor siendo esta vez, madre de mi madre.
Su cerebro vuelve a ser el de esa niña dócil y amorosa que alguna vez fue y me descubro con los mismos trucos que usaba ella conmigo para lograr que coma mejor, para que no se niegue al baño o a dormir. Me descubro cantando las mismas canciones con las que me calmaba o dormía a mis niños, claro, en mi versión desafinada y sin el apego textual a las letras, en eso soy pésima y ella era espectacular.
Me descubro bañándola y me remonto a cuando ella lo hacía conmigo. Esta etapa me ha hecho recordar mi infancia y toda la paciencia que me tuvo.
Descubro a mi madre en el abrazo reparador y en el beso diario que no le faltan, como nunca me faltaron a mí; en la llamada cada mañana cuando el trabajo me impide llegar para saber cómo amaneció, como lo hacía ella también. Y entiendo que el amor de madre no termina, que la llevo incrustada ya, y que soy hoy cómo soy, por lo que ella fue para mí.
Que me he reinventado en una nueva versión para ser su madre y retribuirle todo ese amor que siempre me dio. Ese amor que la demencia no puede opacar porque aunque a veces no recuerde mi nombre me abraza y me sonríe como siempre. Cada día es un regalo maravilloso, porque puede no mañana no sea sí.
Y claro que la extraño, más allá de su cuerpo menudo anhelo nuestras conversaciones y su apoyo. Pero que esté bien es también uno de mis motivos para seguir, para ser fuerte y estar para ella.
La vida y sus lecciones me han hecho comprender que soy afortunada por verla llegar a la ancianidad contra todo pronóstico por un asma implacable que siempre la martirizó. Que nunca es suficiente para retribuir tanto amor maternal y me ha permitido, con la misma impronta con la que crecí, ser su madre. A ella, que no sabe ya de fechas y tampoco de lecturas, no le faltará ese beso apretado hoy por existir.