Así sucede hoy con Venezuela, el país que más elecciones democráticas ha realizado en la región.
Quien dirige la andanada de mentiras sobre el proceso electoral en la nación bolivariana, Estados Unidos, no es ejemplo para nadie, ni en esta ni en otras asignaturas sobre la democracia.
En la nación del Norte, cuando el actual mandatario Joe Biden ganó los comicios, su rival de entonces, Donald Trump, aseguró que era un fraude y animó a la desobediencia.
No conforme con esto, estimuló a fundamentalistas a invadir el Capitolio y tomar el Congreso. Otro tanto ocurrió en Brasil, donde Jair Bolsonaro hasta dirigió el asalto al edificio de los tres poderes.
En el tema electoral hay más trigo. A las elecciones en Estados Unidos, por ejemplo, no se invitan observadores internacionales. Ni siquiera a la Organización de los Estados Americanos (OEA).
En EE. UU. la democracia es tan «segura» y «transparente», que un presidente ha llegado a elegirse siendo el candidato que obtuvo menos votos de ciudadanos.
En este viciado contexto, a Latinoamérica se le ha impuesto un modelo electoral en el que se le da más importancia a los observadores foráneos, que al ejercicio popular del sufragio.
Desempeña un papel determinante en ese proceso el poder mediático en manos de monopolios occidentales, de los que muchos de ellos son servidores fieles a las reglas salidas de instituciones como la Usaid, la NED, o el propio Departamento de Estado.
Quien paga, manda, recoge una expresión popular de la época colonial. Esta vez contra Venezuela se lanzan todo tipo de dardos envenenados. Se apuesta por imponer a otro Guaidó, ahora en la figura de Edmundo González, arropado bajo el manto de María Corina Machado, con un expediente que la compromete con todo tipo de acciones delictivas y desestabilizadoras.
Sabe Washington que detrás de sus decisiones se lanzarían, como lo hicieron en el caso de Guaidó, desde una Unión Europea invalidada por su servilismo, hasta una copia borrosa del fallecido Grupo de Lima, fabricado en esa oportunidad para aislar al país bolivariano.
Obligar a que un proceso electoral sea calificado por observadores internacionales resulta un recurso colonialista, como si cada nación libre e independiente no fuera capaz de gobernarse a sí misma.
Me viene a la mente, entonces, aquello que expresó Fidel a raíz de la llamada Crisis de Octubre, cuando el gobierno de EE. UU. quiso inspeccionar en territorio cubano a los barcos soviéticos que regresaban a Rusia los misiles nucleares: «A este país no lo inspecciona nadie».
Y no hubo inspección, que solo podían hacer en aguas internacionales, lejos de la costa de un país libre y digno.