No se trata de cumplir con un “trámite” de rigor o con una disposición política, sino de manifestar la voluntad de la mayoría, que designa a quienes están capacitados para representarla y gestionar intereses comunes. Se trata de reconocer, de valorar en conjunto sus trayectorias, que han de ser el epítome de integridad.
Cada asamblea de nominación muestra que de un espacio tan propio como la comunidad, se nutren los órganos de poder del Estado. Trabajadores, jubilados, personas de todos los sectores, jóvenes o aquellos con mayor experiencia en la vida, son elegidos en su entorno, por su gente, de acuerdo a sus méritos.
Un proceso que describe el derecho que posee cada ciudadano a participar en las decisiones estatales, ya sea directamente o a través de sus representantes, según lo establecido en la Carta Magna. Conviene entonces hacerlo valer, nominar con la certeza de que en los hombros de los aquellos se deposita una alta responsabilidad, por ello también requieren disposición y consagración.
Convertidos en delegados en la primera o la segunda vuelta electoral, tendrán indiscutiblemente largas jornadas de trabajo y un compromiso inamovible porque allí donde residimos, entre las personas que conocemos y con los que a diario compartimos también se construye el país, mejor, en la medida en que se cumplan todos los roles. Sin duda, este propósito debe engendrarse desde la base.