Josué País, de 19 años -el menor de los hermanos del líder clandestino Frank País-, Floro Vistel y Salvador Pascual, ambos de 23, preparaban su respuesta a la farsa batistiana. No sabían que antes del anochecer, sus nombres quedarían grabados con sangre y gloria en la historia de Cuba.
Josué había aprendido el valor de la dignidad en el pequeño piano de su madre Doña Rosario, quien tras enviudar joven, mantenía a sus hijos dando clases de música y vendiendo dulces. A los 15 años, en una manifestación estudiantil, ya había enfrentado a la policía con las únicas armas que tenía entonces: piedras y valor. A los 16, colgado de los pies en un cuartel, solo repetía: “Fui yo, más nadie”. Esa entereza lo llevaría después a la clandestinidad, donde se convirtió en uno de los combatientes más audaces del Movimiento 26 de Julio.
Aquel domingo, mientras los oradores del régimen pretendían demostrar una “paz” que no existía, los tres jóvenes recibieron la orden de actuar. Su misión: interrumpir el acto con disparos al aire. Pero cuando interceptaron las líneas telefónicas para transmitir consignas revolucionarias, escucharon el reto que sellaría su destino: “Salgan de sus cuevas, cobardes...”. La provocación fue más fuerte que la prudencia.
Subieron a un auto y se lanzaron a las calles, convertidos en tres flechas disparadas contra la mentira oficial.
En la esquina de Martí y Crombet, el destino los alcanzó. Rodeados por fuerzas muy superiores, combatieron con la furia de quienes saben que luchan por algo más grande que sus vidas. Cayeron heridos primero, después rematados. Josué, el muchacho que había crecido entre acordes de piano y conspiraciones, murió con el arma en la mano, a pocos meses de cumplir 20 años. Junto a él, Floro y Salvador, cuyos 23 años quedaron congelados en el instante del sacrificio supremo.
Al día siguiente, Santiago se vistió de duelo y desafío. Miles de personas acompañaron los féretros cubiertos con las banderas del 26 de Julio, cantando el Himno Nacional con una fuerza que estremeció los cimientos de la dictadura. Fue una manifestación de dolor y rebeldía que demostró cuán equivocados estaban los que pretendían mostrar una Oriente sumisa. Frank País, destrozado por la pérdida de su hermano y sus compañeros, escribió a Fidel: “El más pequeño me dejó un vacío en el pecho y un dolor muy mío en el alma”.
Hoy, 68 años después, cuando Santiago recuerda aquel 30 de junio, no lo hace con lágrimas de derrota sino con la firmeza de saber que su sacrificio no fue en vano. Josué, Floro y Salvador representan lo mejor de una generación que prefirió morir de pie a vivir de rodillas. Su ejemplo no es pasado, es brújula. Porque los verdaderos héroes no mueren: se multiplican en cada joven que hoy defiende los mismos ideales por los que ellos dieron su sangre joven.