Primogénito de sus padres y primero en el combate, Carlos Manuel de Céspedes encarna el alma de la gesta emancipadora cubana de los tiempos pasados y el porvenir.
Nacido en casa de ricos, puso de un lado privilegios y títulos para lanzarse a los campos, ´´con los pobres de la tierra´´ que una vez le sirvieron y luego le siguieron, porque entendieron que aquel hombre llevaba ceñido su cintura el machete que rompería las cadenas de la opresión española.
Y así fue, a pesar de que la muerte lo encontró en San Lorenzo, único refugio natural y espiritual que hallaría, cuando el error llegara al gobierno de la entonces Cuba liberada, y fuera destrituido el presidente viejo, el primer presidente de la República de Cuba en Armas, sin haber visto salir el sol en una Isla enteramente soberana.
Tal vez así estuvo escrito, como designio de la Historia siempre misteriosa, desde su primer convite a la guerra, el 10 de octubre de 1868: su sangre estaba destinada a abonar la semilla de la rebeldía cubana que había germinado ya y crecía.
Y aquellas lomas que lo vieron despeñarse un día como hoy hace 151 febreros verían ascender a los sobrevivientes de los 82 hombres -casi uno por cada año transcurrido-, que embarcaron en México para traer de una vez por todas la libertad prometida por aquel hombre que, en palabras del Apóstol: ´´sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a una tigre su último cachorro.´´
De Céspedes, soberano, eminente y fundador, eternamente, ´´el ímpetu´´,´´el arrebato´´, y su condición sempiterna de ser como ´´el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra´´.