Hablar del Comandante en Jefe siempre será una tarea difícil. Así ha de serlo cuando se habla de alguien de su altura. No puede hacerse más que describir la gloria. Llevo poco tiempo publicando y quiero hacerlo bien. Entonces me dispongo. Enciendo la laptop y escribo.
Borro y vuelvo a escribir. Esto lo haré muchas veces hasta que esté conforme con cada palabra. Eso nos lo enseñó Fidel: perfeccionar, corregir, volver a empezar de ser necesario, pero nunca rendirnos.
Me detengo un instante. Tomo café, camino, vuelvo a pensar. ¿Qué digo? No quiero repetir lo que todos saben: que nació en Birán, estudió en Santiago y luego en la Universidad de La Habana, que marchó con una antorcha en homenaje al Apóstol, organizó y dirigió el Asalto, fue a prisión, salió y fue a México, volvió en un yate lleno de corajudos, subió a la Sierra y con muchos otros triunfó.
No quiero repetir lo que vino luego: Girón, la crisis de octubre, los intentos de asesinato, la alfabetización, el liderazgo aún más grande durante el periodo especial, las alertas ante el cambio climático, sus reflexiones. Viene entonces la iluminación, y escribo: Para hablar de Fidel hay que llegar al hombre.
Hablar del esposo, el padre, el amigo. Han de romperse los muros que construye la historia alrededor de sus héroes y tocar la fibra humana. Imaginarlo junto a la compañía del Ballet Nacional cuando, al llegar de gira, les ofreciera unos días de descanso en la Ciénaga de Zapata y al visitarlos allí, los retara diciendo: "Pero nadie se atreve a tirarme (al agua)" y en efecto, un bailarín lo lanzó a la piscina.
Hay que verlo en el central Australia, cuando la invasión, ordenando que ningún miliciano podía ofender a los mercenarios: "No los insulten. No pueden demeritar la victoria" dicen que eso dijo.
O el día que disciplinadamente cumpliera "las órdenes" del pintor italiano Franco Azzinari, y pasara la noche y parte de la mañana siguiente conversando y posando mientras el artista le hacía un retrato.
O cuando después de molestarse con la Dra. Concepción Campa y su equipo durante una Exposición de Salud, en la que el artefacto presentado por la entonces joven galena parecía "una cafetera", según palabras del propio Fidel, este pidió que lo llevaran con ella para, personalmente, pedirle disculpas.
O el día que, estando de pesca junto a García Márquez y un amigo en común de ambos, no salieron del agua hasta que Fidel tuvo un pescado más que el amigo, porque no podía darse el caso de quedarse detrás.
O la ocasión en que abrazó, como un padre, a Carlos Alberto Cremata (Tin Cremata), luego de colocar juntos una ofrenda floral en el obelisco a los mártires del sabotaje de Barbados (crimen en el que perdió la vida el padre de Tin).
No quisiera repetir las otras tantas veces en las que el Comandante dio lecciones de una simpatía extraordinaria, bajando de los pedestales en los que muchos intentaban colocarlo, para demostrar una humanidad que, a lo largo de toda su vida, estuvo presente. Así es válido recordarlo también, jovial, jaranero en ocasiones, atento siempre.
Quizá por eso siempre será un reto hablar de Fidel, porque en él se combinan, en alto grado, la grandeza del héroe y la sensibilidad del hombre.