Santiago de Cuba,

Paulina, la madre negra de Martí

27 January 2024 Escrito por  Mayté García Tintoré

Mucho se conoce de la vida de Martí, pero muy poco de que el Apóstol tuvo, además de Leonor Pérez, su madre; otra mujer que lo acompañó, cuidó y protegió como a un hijo.

Su nombre: Paulina Hernández Hernández, una cubana de origen Carabalí, que nació en Consolación del Sur, Pinar del Río, el 10 de mayo de 1855; dos años después que él.

Y aunque las fuentes documentales son escasas, registros de la época recogen que la madre de Paulina se nombraba María, era esclava de don Juan Hernández, quien siguiendo la costumbre, identificaba a la dotación con su apellido.

Germán Hernández, propiedad del mismo esclavista, trabajaba en las vegas, y aunque no aparece registrado como su progenitor, todos conocían de su amor por María cuando juntos sufrieron el desarraigo, la trata forzosa, y llegaron a Cuba de África para ser vendidos como buenos carabalíes.

La historia recoge que esta hija de esclavos manumisos, al parecer nació libre, y no hay certeza alguna para sostener ese criterio, solo que en el Registro Bautismal, no aparece consignada con la condición de esclava.

No hacen falta alas para alzar el vuelo

De joven, junto a su madre, llegó a la Florida para trabajar como costurera y fue también sirvienta. Allí, Ruperto Pedroso, otro pinareño nacido en San Diego de los Baños -cocinero del restaurante de la misma compañía-, puso sus ojos en la joven morena, y surgió el amor.

Ambos libres, unos meses después se dirigieron a Tampa, en busca de mejores condiciones para poder trabajar, vivir, y así independizarse de sus antiguos dueños, luego patrones.

Sus ahorros -según relata la historiadora y narradora, Josefina Toledo Benedit-, les posibilitaron adquirir una sólida vivienda, que convertirían en modesta casa de huéspedes, con cuartos de alquiler, fonda y cocina, para servirle al visitante. Desde entonces, fue lugar emblemático de la emigración cubana en Tampa, y devino destino seguro para muchos patriotas independentistas que llegaban a esa ciudad.

Uno de esos grandes que encontró refugio en el hogar de los Pedroso, en Ybor City, fue Martí, quien viajó por primera vez a Tampa en noviembre de 1891, invitado para una velada.

Quiero abrir mi voz al mundo

Las crónicas revelan que a pesar de la lluvia, nada pudo silenciar los acordes de la banda de música ni el entusiasmo de quienes lo acompañaron hasta el Liceo Cubano de Tampa, ávidos de escuchar su prédica. Quizás Paulina y Ruperto estaban entre la muchedumbre.

Luego el Maestro pronunció uno de sus magistrales discursos, conocido como: Con todos y para el bien de todos.

“Para Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella

(…)”. Entonces, su prédica caló en la emigración cubana de esa ciudad, muchos negros, mestizos y blancos campesinos, de origen humildísimo.

Al día siguiente, vuelve al Liceo para conmemorar el vigésimo aniversario del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, y en el acto pronunció su segundo discurso, que ha trascendido como: Los pinos nuevos, y en el que abogó por la unidad de la emigración para alcanzar la independencia de la Patria.

“(…) la muerte da jefes, la muerte da lecciones y ejemplos, la muerte nos lleva el dedo por sobre el libro de la vida: ¡así, de esos enlaces continuos invisibles, se va tejiendo el alma de la patria!(…) vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos: ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!”

Sueños compartidos

En ese contexto de fervor patriótico, Paulina y Ruperto Pedroso conocieron a Martí, y se identificaron con su proyecto de independencia para Cuba y con el ideal de justicia social, en el que la dignidad plena fuera respetada.

Fue entonces que Martí encontró en Paulina esa eficaz colaboradora. Donar el salario de un día de trabajo para los fondos de guerra del naciente Partido, e incluso, proponer también su casa de huéspedes en hipoteca o venta, ilustran la estirpe de esta pareja de cubanos.

Para unificar a hombres y mujeres de su raza y fomentar su superación cultural, Paulina funda en su hogar La Liga; y fue tanta la fuerza de voluntad, que casi de forma autodidacta y en poco tiempo, sabía leer y escribir.

Traición con amor se paga

Un suceso poco divulgado puso a prueba la lealtad de esta mujer por el Apóstol. En una cena pública en su honor, enemigos de la causa independentista intentaron asesinarlo, envenenándolo.

La vida de Martí corría peligro y aunque tuvo los cuidados del médico cubano Miguel Barbarrosa, Paulina lo instaló en una habitación, y devenida en solícita enfermera, veló su sueño, atendió sus necesidades, le suministró los medicamentos y no se separó de su lado ni un instante. En verdad, se entregó con dedicación maternal y aplicaba conocimientos sobre propiedades de plantas medicinales para preparar pociones y aliviar su digestión.

De este hecho poco se hizo alusión, pero en sus Obras completas aparecen menciones en una misiva al mayor general Serafín Sánchez: “(...) me vi en verdadero peligro. Lo dejo todo hecho, y salgo de la cama al tren, a hacer lo que falta. (...) Acá dejo atadas las almas. Apenas con la cabeza encendida, le puedo escribir. Y me levantaré a fundar un Club de paz (...) Adiós, frente ya al pueblo movido. Ya me siento fuerte. Fue brava la caída (...)”.

En otro escrito -no incluido en las Obras completas- destinado a la patriota santaclareña Carolina Rodríguez -a quien Martí autorizó a llamarle hijo-, expresa:

“(...) Vino bien la maldad, para que se viera quiénes y cuántos somos, y cómo es cierto que por acá ponemos en grandeza todo el brío que por allá ponen en el recelo y en el odio. (...). No se me apene. Hemos de vivir. De poner el pie en la tierra.

(...) Ahora, déjeme callar, porque el brazo se me acaba. Es una maluquera del pulmón, que va pasando, y no me deja escribir”.

La más explícita de las cartas quizás fue otra enviada a Serafín Sánchez y decía: “Sólo para que vea letra mía le escribo sin poder. A Vd. puedo decirle que mi enfermedad de Tampa no fue natural, -que el aviso expreso que recibí de antemano sobre el lugar, y casi sobre la persona, fue cierto- y que padezco aún de las consecuencias, de una maldad que se pudo detener a tiempo. Sofoqué el escándalo, y aquí lo he desviado. Pero he padecido mucho, Serafín. Aún no puedo sostener la pluma. Mi estómago no soporta aún alimento, después de un mes. Nada he desatendido, sin embargo, (...) De mi enfermedad, Serafín, nada digamos (...). Estímenme, y me curo (...) con cuerpo o sin él, vivo para la tierra (...) y para el gusto de que me quieran sus mejores hijos”.

Después de ese desagradable incidente, en sus sucesivas visitas a Tampa, aunque se reuniera en diversas casas con la emigración, solo ingería alimentos de manos de Paulina Pedroso, y dormía siempre en su casa, donde permanentemente tenía disponible el primer cuarto.

Te seré fiel

Cada vez que Martí llegaba a la pensión, sus dueños colocaban una bandera cubana en la puerta, y Ruperto se encargó de la seguridad personal del Maestro. En las noches muchos patriotas se reunían para intentar hablar con él, y se produjo el reencuentro con sus envenenadores, que Paulina relatara a Gonzalo de Quesada y Aróstegui, abogado de profesión y quien participó en la fundación del Partido.

“Ruperto hizo ademán de lanzarse sobre él. Martí lo contuvo y, echándole el brazo al visitante por encima del hombro, se encerró en su cuarto con él. Al cabo de un largo rato, el otro salió con los ojos enrojecidos y el rostro más alto. Cuando se hubo marchado, Ruperto le reprochó a Martí su confianza, -Este contestó- será uno de los que habrá de disparar en Cuba los primeros tiros”.

Pero Martí no llegó a recuperarse totalmente de las secuelas de aquel atentado. En epístola a su ahijada María Mantilla, evocó sin decirlo, el episodio: “He visto gente mala y buena, y con la buena he podido más que la mala. He estado enfermo, y me atendieron muy bien la cubana Paulina, que es negra de color, y muy señora en su alma, mi médico Barbarrosa, hombre de Cuba y de París, y hermano bueno del que tú conoces (...)”.

Te doy una canción

Fue su gusto y talento natural por la música otra arista que estrechó los vínculos con el Maestro. Era autodidacta, pero recibió el estímulo de Martí y así se evidencia en carta que anunciara la llegada de un gran amigo a su casa:

“(...) hay un hombre a quien quiero yo, porque es bueno, porque es valiente, porque es generoso; como si fuera de mis entrañas. Es el vengador de los Estudiantes. -Fermín Valdés Domínguez- Él va a Tampa mañana, dormirá allí el viernes, y sale el sábado para el Cayo. El vale más que yo. Prepárale mi cama, y quiérelo mucho. -Él te lleva la música. Él te lleva la música (...)”.

Te amaré, te amaré como al mundo

Su devoción por Martí fue recogida por Gonzalo de Quesada y Miranda -uno de los más documentados bibliógrafos del Héroe Nacional-, quien narró que una noche, mientras él dormía, unos espías al servicio de la metrópoli española tocaron a la puerta y cuando Paulina abrió con cautela, y se percató de que eran enemigos, les dijo con voz enérgica que el Maestro no estaba allí.

Dicen que al conocer lo sucedido, el Apóstol le reprochó con cariño haber negado su presencia en la casa, y entonces le dijo: ‘esos hombres son hoy mis enemigos, pero yo haré que mañana sean mis mejores amigos’.

Contó también que tras un ardiente discurso de Martí, en el que le pedía a la emigración nuevos esfuerzos, Paulina notó vacilaciones y entonces dijo: “¡Si alguno no tiene calzones y los necesita, yo le puedo prestar los míos, porque yo sí tengo!”; no hizo falta más para que llegaran las colectas.

Eran Martí y Paulina defensores de la dignidad humana y así lo demostró el Apóstol en Tampa, cuando rodeado de cubanos humildes, un compatriota blanco, elegantemente vestido, le espetó en público: “-Dígame, Martí, ¿cuál es la mejor raza y cuál es la peor? Martí clavó la vista en su interlocutor, sonrió, y le respondió con gran paciencia: -Eso es muy fácil de contestar: la peor raza de la tierra es la de los viles. Y ésa, desgraciadamente, se encuentra en todas partes”.

¿Quién dijo que todo está perdido?

Al fracasar el Plan La Fernandina, que trasladaba pertrechos de guerra hasta Cuba; ante el duro revés y la necesidad de fondos económicos, el Apóstol no dudó en tomar decisiones de emergencia y apeló a Ruperto y Paulina, quienes siempre tuvieron la voluntad de entregar su casa.
Entonces, Martí envió a Gonzalo de Quesada y Aróstegui, secretario del Partido, con la misiva, pidiéndoles un supremo desprendimiento para recuperarse e iniciar la Guerra de Independencia, y expresa:

“Allá les va otro hermano, y Vds. saben que yo sólo llamo así a quien tiene ancho y puro el corazón (...) Estamos en horas de mucha grandeza y dificultad, y él va a un servicio glorioso (...) tener que pedir a Vds. al fin, el sacrificio grande que tantas veces me han ofrecido -¡háganlo, cueste lo que cueste! Sin eso podría toda nuestra obra venirse abajo (...) Si es preciso, háganlo todo, den la casa. Den la casa No me pregunten. Un hombre como yo, no habla sin razón este lenguaje (...)”.

Conmovedora la determinación de dar todo lo que tenían para sostenerse, pero Paulina confiaba en las ideas que Martí les enseñó a amar y defender.

Se apaga un Sol de cara al Sol

Tempranamente le llegó la muerte al más universal de los cubanos, y esa mujer, quizás un tanto invisibilizada en la historia, sufrió la pérdida como la madre que se sabía de Martí. Así quedó plasmado en el periódico Cuba, de Tampa, cuando con motivo del segundo aniversario de la caída en combate, dijo con profundo dolor:

“¡Martí! Te quise como madre, te reverencio como cubana, te idolatro como precursor de nuestra libertad, te lloro como mártir de la patria.

“Todos, negros y blancos, ricos o pobres, ilustrados o ignorantes, te rendimos el culto de nuestro amor. Tú fuiste bueno: a ti deberá Cuba su independencia”.

Al final de este viaje

Paulina regresó por razones de salud a Cuba en 1910, viuda, ciega, pobre y muy enferma. Muere el 21 de mayo de 1913, días antes, el 10, había cumplido sus 58 años. Su última voluntad: ser enterrada con la bandera cubana que él le regalara, y una foto de Martí en la que el Héroe Nacional le había escrito al dorso la siguiente dedicatoria: “Para Paulina, mi madre negra”.

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