“Este Guillermón vale mucho, además de muy valiente, tiene dotes de mando y gran habilidad estratégica; por lo tanto, es un hombre que promete y si no lo matan, llegará muy alto”, de él expresó el Generalísimo Máximo Gómez. Y en efecto, hacia 1895, el Coloso de Ébano, como le llamaban, había peleado en más de cien combates, su pericia en la batalla inspiraba respeto.
Poseía una trayectoria imponente desde la Guerra de los Diez Años, forjada con el machete y los avatares de la lucha. La experiencia adquirida bajo el mando de Gómez y Antonio Maceo, hicieron de aquel carpintero, hijo de esclavo liberto, un avezado militar con méritos suficientes para alcanzar el grado de General.
Al estallido independentista organizado por José Martí, llegó sin haber claudicado en sus esfuerzos y sus principios. Aunque su salud se deterioraba y sus pulmones amenazaban con colapsar, lesionados por la tuberculosis que contrajo en cárceles españolas, aquella voluntad indomable, le permitió alzarse el 24 de febrero frente a las tropas orientales. Era un moribundo que venía en cumplimiento de su palabra, y guiado por su patriotismo a morir a la sombra de su bandera, como dijera Enrique Collazo.
Cuánto compromiso representaba el saberse designado por el Maestro para liderar el Oriente, cuánta intransigencia la suya, revelada allí, como lo hiciera durante la histórica Protesta de Baraguá, al lado de Maceo. “Mi brazo de negro y mi corazón de cubano tienen fe en la victoria”, contestó una vez Guillermón a un enemigo, quizás por ese férreo convencimiento, a los 53 años, partió nuevamente a servir a la Patria, a encender con su ejemplo las fuerzas mambisas.
Conocida es su grandeza pero incomprensibles son las penurias que padecía. La muerte llegó 40 días después del inicio de la Guerra Necesaria, en un campamento cercano a Alto Songo, partió con el deber cumplido y la sucesión designada. El 5 de abril de 1895 acabaron sus hazañas, en su natal Santiago de Cuba, donde era aclamado por la juventud insurrecta. Un combatiente inmenso, Guillermón Moncada, gigante de cuerpo y de espíritu.