Santiago de Cuba,

Opinión

Si las películas cubanas La muerte de un burócrata (1966), Se permuta (1983) y Plaff o Demasiado miedo a la vida (1988) con los personajes del burócrata administrador del cementerio, Guillermo y Contreras estamparon a aquellos que, desde sus puestos de dirección, lo complejizan todo y a la vez se benefician de todo, el Lindoro Incapaz del programa Deja que yo te cuente, de alguna manera, sintetizó el modus operandi de estos,  particularmente con el carro que “es de todos los trabajadores”.

Me satisfizo escuchar las respuestas ofrecidas por un cubano residente en la Argentina a otro compatriota, muy joven, que no ha visitado otros parajes más allá de los de nuestro archipiélago; pero que asume como verdad absoluta que en el resto del orbe se vive mejor...

Hoy saqué mi pullover. No es el que siempre soñé. Lo imaginaba azul, blanco y rojo: como mi bandera. De niña, mi abuelo no quería llevarme al estadio porque decía que era muy intranquila. No aguantaba más de dos inning viendo el juego y le pedía regresar.

Nancy vive con Raúl, su esposo, en una casita del centro de la ciudad de Santiago de Cuba. De matrimonio ya son 60 años, más que bodas de oro. Son las tres de la tarde de un domingo, y en su casa están intentando sostener una conversación, pero un potente y agujereante ruido no se los permite ni exaltando la voz o cerrando puerta y ventanas. En la cuadra, a pocos pasos
de allí, un grupo de jóvenes y adolescentes tienen puesta música bien alta; y cuando Nancy le pide de favor que bajen un poco el nivel, le responden con una mueca de insulto, la fiesta sigue y el escándalo aumenta.

Cuando usted transita por cualquier parte de Chago en no pocas ocasiones escucha expresiones como estas: “hasta cuándo van a seguir subiendo los precios”, “¿nadie ve esto?”, “¿dónde están los inspectores?”…

Buscar la verdad a partir de los hechos, como lo propusieron los grandes pensadores chinos Sun Yat-sen y Mao Zedong; enfrentarse a la censura e inconscientemente a la autocensura; discrepar y contrastar; de alguna manera los periodistas hacemos todo eso la mayor parte del tiempo.

Muchos podrían decir que no es cierto cuando, en nombre de mi condición humana, digo que soy feliz. Habrá quienes me tilden de romántica o quizás de raciocinio absurdo por tantos avatares que afrontamos, y es que mi corazón late sin remordimientos, sin pesimismo, sin odios y pleno de amor, al compás de la fuerza de mi país.

La respuesta es un categórico Sí. Hace pocos días una colega lo mencionaba a otro, citando a Fidel Castro  cuando, el 17 de  noviembre del 2005, en el acto por el aniversario 60 de su ingreso a la Universidad de La Habana afirmó: “Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”.

Juan Dimé tiene argumentos para una película de terror. Una noche taimada, sin Luna ni farolas, de pronto se le acabó la calle, pisó el vacío y se hundió en las entrañas del asfalto. El susto y el golpe que se dio le lagrimearon la cara, mientras allá arriba la bocaza destapada y tragona del registro de válvulas de agua parecía gozar su maldad.

Todavía el anexionismo se apodera de las mentes de algunos cubanos y ante las dificultades que tenemos -y que nadie de afuera nos va a resolver- otros apelan a la necesidad de “entregar el país”.

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