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De Agramonte, la virtud…

12 May 2022 Escrito por  Indira Ferrer Alonso

Tenía 31 años el día en que una bala española le atravesó la sien y convirtió en ser de legendas al hijo de terratenientes, que combinaba en sí las cualidades de estadista y la temeridad y pericia de un avezado jefe militar.

Sin embargo, cuando España logró poner fin a la existencia de Ignacio Agramonte y Loynaz, el Ballardo, ya era demasiado tarde para pretender apagar su legado. Tanta era su estatura política, que el joven abogado entró a la historia como uno de los hombres más importantes de la lucha independentista en Cuba, a pesar de que su participación en esta no llegó a cinco años, pues cayó en el combate de Jimaguayú el 11 de mayo de 1873.

Aquel día su cuerpo inánime quedó en manos de la tropa ibérica, que lo exhibió como trofeo. Creyeron inmensa la victoria al incinerar sus restos y esparcir las cenizas en Camagüey; pero aquel 12 de mayo el único vencedor era el ejemplo de patriotismo y valentía a toda prueba que simbolizaba, desde entonces y para siempre, el extraordinario mambí.

E Apóstol lo describió como “un diamante con alma de beso” y para entenderlo basta asomarse a su labor revolucionaria: la participación en la Asamblea de Guáimaro; la dignidad que derrochó cuando urgía que Camagüey se alzara en armas; la inolvidable respuesta de que con la vergüenza continuaría la lucha, ante la escasez de recursos para enfrentar al imperio español; o el fracaso que asestó al intento de Napoleón Arango de sofocar el ímpetu libertador en la reunión de Las Minas, el 26 de noviembre de 1869.

Incluso sus enemigos reconocieron el valor del “Sucre cubano” (como llamó Máximo Gómez). Por aquellos días la prensa proespañola reconocía la fama bien ganada de la caballería de Agramonte, aseguraban que las partidas a sus órdenes eran las mejores armadas y organizadas de la insurrección.

Ni siquiera ellos podían negar que era valiente, audaz, genial como estratega, ilustrado y con la inteligencia e integridad moral suficientes para convocar con su ejemplo a la rebeldía contra España y al amor por la libertad de Cuba.

Entonces no era cualquiera el que yacía en los predios del Hospital San Juan de Dios de Puerto Príncipe, donde estuvo en exhibición al día siguiente de su muerte, y llegada la tarde se apresuraron a sacar en secreto el cadáver por temor a una sublevación. Aun difunto, era un peligro para sus enemigos, pues lo sabían el jefe más importante de la región central y una amenaza para el poder español en toda la Isla.

En las huestes independentistas, sobre todo en los bravos cubanos que peleaban bajo sus órdenes, el estupor y la tristeza calaban profundo. La pérdida era invaluable e inesperada, pues nadie impulsaba más al heroísmo que Agramonte, cuando cabalgaba al frente de sus tropas, en primera línea contra la infantería española.

Aquel día siniestro de mayo de 1873, la impronta de El Mayor se volvió escudo de la nación, raíz de la Revolución y legendaria expresión de lo más elevado de la cubanidad.

A 149 años de su deceso, alienta a la intransigencia por la soberanía de Cuba frente a la adversidad. Cuanto más crudo se hace el presente y más abundan los flojos de espíritu, crece la vigencia del camagüeyano ilustre, que ante la carencia de recursos materiales, tenía por arsenal la vergüenza, para no cejar en el empeño de dar independencia y gloria a la Patria.

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